Sí, damas y caballeros. Ya está. El tiempo ha acabado por romper el himen que era el uno como primera cifra de mi edad, cogerme del cuello y sumergirme la cabeza en ese frío retrete que es la veintena.
Y ahora todo cuanto me rodea es una pasiva, vaga y tolerable incertidumbre. Incertidumbre sobre si todavía soy un jovial adolescente o, ya inexorablemente, un don nadie en la jungla capitalista. Lo que me hace darme cuenta de una de las pocas cosas que definen una edad mental son las prioridades que uno tiene como verdaderas. Que poder dormir en casa de un amigo a los ocho años es tan importante como que tu novia se venga a dormir a la tuya a los dieciséis y como poder tener un sitio donde dormir a los treinta (niños de ocho años que seguís mi blog: que no os ninguneen nunca, hacerse mayor está sobrevalorado).
La vergüenza de aceptar que, aunque te rías de las niñas que dedican sus fotologs a chicos más pasajeros que la gripe A, quizás seguiría haciéndote ilusión que te lo dedicaran a ti. Las ganas de seguir descubriendo nuevos lugares y bebidas que beber en ellos se mezclan con la apatía de estudiar, trabajar y quedarte en casa porque tu adolescencia ya ha pasado. El miedo al ver que has pasado de ser el chaval que más se quería pegar en los conciertos al tío que se cruza de brazos en primera fila cagándose en los agobiantes niños que se mueven. La estúpida seguridad de que ya has probado todo lo bueno de esta vida, y que ahora sólo te quedan las responsabilidades salpicadas de diversiones pasajeras.
Pero veinteañeros, no nos engañemos a nosotros mismos. Recuerdo que cuando tenía quince años también me creía haberlo visto todo, y lo mismo se repitió a los dieciséis, a los diecisiete y a los dieciocho. Y (en retrospectiva, siempre en retrospectiva) mira que era gilipollas. En estos cuatro o cinco años he descubierto los kebabs, ryanair, el sexo anal, la torre oscura y otros grandes hits que me hacen estar seguro que en los próximos descubriré más cosas que me harán considerar lo joven e inexperto que era a los veinte. Quizás no sean tan divertidas. Quizás sean las hipotecas, la precariedad laboral o el tratamiento por adicción a los disolventes. Pero con la mejor de las compañías que he podido llegar a tener, afrontaremos éstas y otras muchas vicisitudes igual que siempre: cagándonos en el neoliberalismo, dependiendo del metro y riéndonos de aquella gente que está peor que nosotros. I prometem fer-ho de fàbula, cada bolo, a cada llit.



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