A veces en mi blog hablo de gente que no conocéis, gente normal, con un estatus medio (incluso a veces alto) y que desde luego, nunca alcanzará lo que Unamuno bautizó como la vida de la fama. Sin embargo, por la ciudad que la mayoría de mis lectores habitará o pateará con frecuencia, pulula un elenco de personajes estrambóticos, víctimas de la crisis, de Obama y de los condones de 2euros de Hacendado. Unas personas que, pese a que no tengan dinero ni para Steinburg, serán recordadas hasta años después de su muerte. Anónimos, peludos y extraños, ellos son los Valencia Homeless All Stars.

1. El pesado con gorra del Carmen. Omnipresente y barbudo, un Jesucristo del vaso de Coca-Cola vacío, es conocido por todo el mundo que haya pasado más de 5 minutos en Valencia. Se acerca a ti con un vaso en la mano y repite un antiguo juramento; algo así como hola muy buenas noches mire por favor no tendrian aunque fuera cinco centimitos uno venga por favor, por caridad. Agita su vaso de papel y recibe unas cuantas monedas. Digo que las recibe, porque si no le das nada te maldecirá con insultos más propios del Zipi y Zape que de otra cosa, en plan ¡vaya patán! ¡hay que ver que poca vergüenza!, y un largo etcétera. Es molesto porque pide demasiado, en serio es imposible no cruzárselo en una puta noche.
2. El rastudo albino del perro de Plaza España. Este es to buenrroller, tendrá unos veintipico y en vez de buscarse un curro o al menos vender birras como hacen sus compañeros de peinado, se sienta delante del Diverdrak con un trozo de cartón que reza Tenemos Hambre. Ha mimetizado de sus compañeros de enfrente de los Mercadonas el complemento de la bandejita rosa de napolitana, cada vez más cotizado en el sector. Su perro es bonito. Pero luego me lo veo de fiesta por ahí, así que tan pobre seguro que no es!
3. La mujer de delante del Burger King del Ayuntamiento. Esta mujer tiene carisma, al contrario que los otros dos arriba mencionados, a raíz de su silencio y abstracción, podría estar pidiendo tanto en el Ayuntamiento como en la 5a avenida. Tiene un increíble aguante para tirarse unas mil horas de pie delante del Burger King (quizás se dope a bebida energética de consum), hasta que viene alguien muy muy bueno (en una ocasión, yo lo fui) y le compra un menú de tres euros.
4. El penitente de la calle Moratín. Este ha sido añadido por petición popular, Dios me libre por habérseme olvidado. Es un pavo que está de rodillas, al lado de una señal de tráfico mirando hacia lo que podría ser la Meca o el edificio de Correos, muchas veces con un cartón de sangría al lado y las manos en posición de rezar. Reza, reza, my friend, que la peña que va a comprarse mierda a popland seguro que es muy solidaria.
joder oscar, eres nazi.


Hace muchos años, en alguna remota isla donde ahora niños malnutridos fabrican móviles, vans y otras mierdas que hacen nuestra sociedad tan grandiosa; un par de indígenas llegaron a la conclusión de que jugarse miembros del cuerpo en las apuestas tan comunes en aquella época dejaba de ser productivo cuando no tenías piernas para montar un caballo ni brazos para lanzar unos dados; así que harían algo igual de absurdo y con una carga de arrepentimiento similar: se marcarían el cuerpo con tinta permanentemente.
Siglos después, marineros de tol mundo decidieron importar estas tonterías a la cultura occidental, y así es como hoy en día vemos todos esos pigmentos caramente insertados en la piel de gente de todas las edades (entre 15 y 20) en el metro, conciertos y en el piccadilly. La gente que sabe de esto suele dividirlos por el estilo del dibujo. No obstante, yo sé con certeza que los tatuajes deberían dividirse del siguiente modo:
· Los que ves en el metro. Llevados orgullosamente por ecuatorianos y gente que vivió la mili como un viaje a Talayuelas, son pequeños, verdes después de que el tiempo y el sol hayan (increíblemente) empeorado la irregular linea negra que recorría tu brazo con motivos tan recurrentes como una espada, el nombre de la compañía de cuando cumpliste los diecinueve en Algeciras/Chihuahua o incluso el nombre de tu novia de aquél tiempo. De este palo.
· Los que llevan los bakalas. Si quieres hacerte un tatuaje y alguien te dice NO, EN EL FUTURO NADIE TE CONTRATARÁ; no les hagas caso. En el futuro; el carnicero, el fontanero, el reformista, el revisor del metro, la policía y (Dios no lo quiera) tu médico tendrán los brazos significativamente llenos de estrellas huecas, y si ahorraron lo suficiente en polen y farla, incluso su puto nombre en letras góticas.
· Los que llevan las mujeres. Pequeños pero no todavía desgastados, se encuentran ocultos en alguna parte de su cuerpo que empezarán a enseñar en el momento en que tengan hecho el tatuaje (seguramente antes de él, nunca hubieran enseñado la espalda). Hadas sentadas en la luna, claves de Sol, partituras, lagartijas... ¡todo un mundo de monocromas calcomanías eternas!
· Los que lleva la gente del palo. Enormes, coloridos, bonitos, y seguramente tan carentes de sentido alguno como los anteriores. Robots, calaveras de azúcar, carpas, anclas, relojes de arena, golondrinas, vírgenes y otros símbolos que resultan absurdos si no sabes nada de tatuajes llenan los cuerpos de estos chavalines que esperan (esperamos) no arrepentirnos de lo que hicimos cuando escuchábamos música violenta allá en nuestra adolescencia (desde luego el chaval que tiene la F de Famous en la pelvis, lo hará).
Y todo este sarcasmo hipócrita viene a que mañana me empiezo el réquiem por mi padre, mi sobaco va a sangrar mucho y mi cartera, más. Un abrazo plástico y que suda tinta, compañeros.


Hubo un día en que para comprar una lata de coca-cola al salir del cole siempre había que entrar en el kiosko más cercano de turno abarrotado de niños, cuyo dueño siempre acababa teniendo un mote terrible que duraría generaciones. Aunque estos kioskos siguen subsistiendo gracias a las golosinas Trolli (cuántas veces habremos llegado tarde a clase al querer seleccionar todas y cada una de nuestras 20 gominolas), la proliferación de máquinas de vender mierda fue un duro golpe para el negocio. Chocolatinas, condones (fríos por conservarse al lado de un maxibon), refrescos, rosquilletas... todo parecía ser comprado en estas máquinas, pero con todo aquello que no, hubo un colectivo que supo sacarle provecho: los pakistaníes.

Las costumbres que estos hombres de ralla en medio y camisetas petadas exhiben en las líneas de metro son bastante extrañas y embarazosas: juro por Dios que si te sientas al lado de alguno te pasa el brazo por detrás, si es delante se te quedan mirando sonriendo o incluso te lanzan besos al aire. Por esto, he concluido o que todos los pakis gays han huido del fundamentalismo y los microchips de su querida república, o que es una nueva y tentadora forma de ofrecer cerveza.
Sin embargo, lo que más curioso resulta de esta gente es que son la cosa más parecida a los robots aasimovianos que hay: en enormes ciudades como Londres, desempeñan los trabajos más importantes a los que pueda aspirar un ser humano: atender los McDonalds, escobas y tiendas de periódicos y birra. Cualquier empleo que ponga en duda la dignidad humana será válido para estos hombres, cuyo código genético parece denegarles la posibilidad de rebelión o conciencia de clase.
Y así y todo, son buena gente, de los pocos colectivos inmigrantes cuya muchachada no hace pandas de jóvenes chungos, cosa de agradecer. La inteligencia no se mide con el color de la piel, la inteligencia se mide con la mente. Además, te venden birra frrrría en la plaza de la virgen a cualquier hora del día, y en las ramblas incluso kebabs. Flipa. un abrazo libre de racismo. JAJAJA



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